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Ruta senderista La Zubia - Trevélez por Fernando Alcalde

Ruta senderista La Zubia - Trevélez por Fernando Alcalde

Foto: Fernando Alcalde

Un hormigueo convulsivo que agriaba la garganta y producía cierto vértigo, se adentró en las paredes de mí estómago mientras me contenía a subir al autobús que, desde la Zubia, debía conducirnos a Trevélez. El impertinente sol del ocaso se resistía a la clemencia y continuaba calcinando innecesariamente el asfalto, cuyo reverbero acrecentaba las dudas y espesaba la ansiedad que, definitivamente, había tomado posesión de mí. 

Estaba nervioso; es un hecho. Nunca antes había participado en una prueba de estas características y todo se rehacía inabordable. De reojo ausculté al resto de los participantes en el fallido intento de componer alguna comparativa condescendiente que cediese algo de tranquilidad a mi espíritu; examiné sus fisonomías con el celo de las víctimas, ansiando alguna debilidad, mientras construía paralelismos morfológicos que siempre acabaron encontrando  algún rasgo que los entroncaba con los grandes exploradores polares. Todos ellos eran totalmente desconocidos para mí y todos ellos se me antojaban campeones de las marchas de largo recorrido: fibra muscular con apariencia humana, piernas eternas adosadas a cuerpos menguados, barbas contenidas en rostros célticos que evidenciaban en su geografía el cobro inmisericorde del sol. Nada de las gentes de carnes de andar acochinado que fortuitamente acompañan a los Alpargateros; ni sombra de sus decadentes perfiles. 

Por momentos mi barriga crecía y mi estima mermaba. Repasé las peregrinas razones de mi estúpida presencia allí,  en la travesía popular (¿popular?) Trevélez-La Zubia. Las causas parecían dispares; precipitado por la inercia de las anteriores salidas, con el abrigo de algunos compañeros que también se inscribían y que, finalmente, haciendo acopio de la pléyade de socorridas excusas de último momento, desertaron; y, también, por la búsqueda de un paso más, de cierta presuntuosa tendencia a lo exigente, allí estaba: a las puertas de un autobús cuyo conductor  se me antojaba Caronte. 

Con el consejo de Pedro, el único conocido en esta horda, ocupe uno de los asientos delanteros, en espera de que las dos horas del insensato trazado del trayecto de las Alpujarras no hiciese reventar bulliciosamente mi alterado estómago. Fue lo mejor de la experiencia. Al llegar a Trevélez una pieza del autobús cayó al suelo pesadamente y pensé que, de haberse producido unos minutos antes, habría tenido una razonable excusa para abandonar dignamente la prueba. 

Mientras repostábamos bebidas y comíamos algún plátano y una maritoñi, me presentaron a algunos y algunas habituales de estas marchas: una pareja de Alcalá la Real, organizadores expertos de otras marchas y que de aquí se iban a los Pirineos, a atravesarlos en tres días (“el último día tienes alucinaciones por la falta de sueño”, comentaban con una tranquilidad digna de Jack el Destripador); dos compañeros de piel carbonizada que acababan de hacer la Zubia-Trevélez y que la repetían de vuelta con nosotros. Me sorprendió que uno mantenía un juego funambulista con un chupachub en sus labios como toda señal de stress y que el otro metía prisa a los organizadores para volver a salir, como si los grillos alpinos no pudiesen dormir sin su presencia en las cumbres. Y otros muchos, de rostro relajado que se abreviaban en componer sus mochilas y vestimentas, ajenos a la tragedia que se anunciaba. 

A las 12 de la noche se dio la señal de partida, en lo más parecido a una fuga masiva que he vivido. Inmerso en aquel grupo compacto de 50 marchadores, subí la cuesta que ancla Trevélez a su ladera obligado por aquella fuerza incontrolada, en volandas, casi cabalgado en un cercado enloquecido de brazos. El desafinar de los bastones en el asfalto, el cocleo de las pisadas en la noche del pueblo y las voces de los vecinos desde las aceras y los balcones nos acompañó hasta el comienzo de la senda tallada en la pared que sube al Alto del Chorrillo. Tras la primera hora de ascensión, uno de los pocos cuerdos que componían el grupo de cabeza decidió minorar la marcha a fin de recuperar a los rezagados, cuyas luces componían la santa compaña de candiles dispersos por la montaña. Una luna redonda e incesante nos acompaño durante todo el ascenso, cuyos únicos testigos fueron las vacas y caballos que se asomaban a nuestro paso con una incomprensión digna de más humanidad.

Hacia las tres de la madrugada coronamos, siendo recibidos por el viento glacial propio de las alturas de Sierra Nevada. Todo abrigo fue poco, lo que indujo, de nuevo, a acelerar la marcha. Desde aquí hasta la Carihuela del Veleta restaban casi 5 horas de una pista deshuesada en la que la noche emboscaba una multitud de piedras y restos helados del invierno que se enmarañaban a nuestro paso, obligando a no separar la vista del escueto cerco que las linternas abrían a la noche. Llegando a la Caldera, la proliferación de neveros hizo definitivamente necesario calzarse de crampones y precaución. La aceleración de la primera parte de la noche dio paso así a un ir y venir de paradas y esperas que fueron menguando los ánimos a medida que el sueño, la altura, el viento y el cansancio nos arrinconaban contra las recachas del camino. En los Machos nos sorprendió la quebradiza luz del amanecer, recortando en almagre el collado del Ciervo y las cresterías del Mulhacen y que descubrió una geografía pálida de caras somnolientas y ojos abotagados. Un poco más arriba, una escalera tallada en el hielo nos permitió acceder a la Carihuela del Veleta, pórtico que separaba este universo oscuro y helado del imperio incandescente que se abría hasta llegar a la Zubia. 

Caldo caliente, café, agua, fruta y un pavoroso bocadillo de jamón y queso nos aguardaba al llegar al Observatorio Astrofísico tras orlar la laguna de las Yeguas. Llevábamos ya 25 Km. y 10 horas de ruta. La parada sirvió para cambiar de calzado e indumentaria en previsión del embate del sol: zapatillas por botas, camisetas de mangas miserables, pantalones infantiles y gafas frikis convirtieron aquel grupo de digno atuendo expedicionario en algo más cercano a una despedida de soltero que a la aventura de Shackleton . Y nos dejamos caer hacia el cortijo Rosales,  arañando la Loma albando de Dilar, y de allí, por los polvorientos vericuetos de los arenales del Trevenque hasta el canal de la Espartera y el Hervidero, acompañados siempre del avituallamiento y el aliento de los del Borde de lo Inconcebible, para finalmente enfrentarnos al muro tedioso del Pinar de la Zubia, laberinto que guardaba la puerta de acceso a la villa y que a punto estuve de incendiar con mis pies, cuando ya andaba en tránsito de ruina. 

Tras 45 Km. de descubierta y 15 horas de caminata, la entrada a la ciudad se me antojó el corredor de la silla eléctrica.  A duras penas llegué a la ducha comunal que nos habían preparado y, con el único aliento de la certeza de que no daría un paso más, tomé asiento en una carpa que voluntariosamente intentaba cobijarnos del sol descerrajado del mediodía granadino. 

La emotiva y postrera ceremonia de premios, agradecimientos y reconocimientos se hizo llevadera gracias a un magnifico arroz, indigno del cubierto desechable que lo soportaba, la presencia de motrileños extrañados, azubietizados, y el sopor de la cerveza sobre un cuerpo confuso y desmadejado. En aquel lugar sagrado, tras haber recogido un diploma que acreditaba que seguía vivo afirmé, sin coacciones, que esto de las marchas pedestres  no iba conmigo, que era propio de gentes crueles consigo mismas y con el orden natural del mundo, de aprendices de camelleros, de hienas errantes y jabalices circuncisos.  Y hoy, lúcido, tras haber recobrado la conciencia, aunque aun no las piernas, reitero lo dicho: no me verán en otra. 

Por cierto: ¿ Que tal si intentamos lo de Carchuna-Orgiva?

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