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Ruta senderista al Vértice de Alegas por Fernando Alcalde

Ruta senderista al Vértice de Alegas por Fernando Alcalde

Foto: Fernándo Alcalde

Nada hacía presagiar que aquella mañana sin pretensiones daría lugar a una fecha para el recuerdo. Como siempre, habíamos quedado a las 7:30 , un momento del día extraño, en el que parece que el rodar del mundo se desacopla entre la noche y la mañana, en el que se entrecruzan los que retornan con las expectativas fallidas de  la noche con quienes ultiman el trabajo de la semana. Ya había amanecido, y la ciudad comenzaba a ser devorada de nuevo por el tráfico, en ese ciclo sin fin que se repite a diario. 

Retrasos; y no de cualquiera. El propietario del vehículo que debe conducirnos hasta Puente Palo no llega y la incertidumbre comienza a apoderarse de los presentes. No es la primera vez, y el relajado compromiso de la mente del interesado solivianta las expectativas más derrotistas. Ante la tardanza, los amigos del ausente amagan una débil defensa que no llega siquiera  a manifestarse; recuerdan que alguno lo vio a altas horas con una felicidad arriostrada de cubalibres; otro lo intuyó en una turbamulta botellera de deshoras, escoltado por una sonrisa impropia de una persona de su edad y su rango. Los malos presagios comienzan a socavar el inestable ánimo que acompaña al alba y nos asimos a la tecnología para superar la crisis: una llamada al móvil que nos remite directamente al anonimato del buzón de voz y con él al pozo insondable de la ira. El pánico estalla y la naturaleza humana se desborda sin que los diques de la urbanidad laminen su furia. La mente, liberada por un instante de las ataduras de la afabilidad, realiza un apresurado y desafecto recordatorio de todos los santos, alguna virgen y el propio Cristo en la cruz, entretejido con un repaso histórico pormenorizado de cada una de las informalidades del traidor que, se jura, será finado. Todo ello inscrito en una guarnición de maledicencias y exabruptos que hacen referencia tanto al triste momento en que se confío a semejante sujeto la responsabilidad de aportar el vehículo como a la ingenuidad de los presentes, al creer en la capacidad del ser humano para enmendar las conductas pasadas. 

Y cuando la peor de las iras, la surgida del engaño de las almas maduras de hombres y mujeres experimentados en eludir los madrugones estériles del sábado, se precipitaba en el abismo próximo al linchamiento del amigo, cuando los ecos de las risas de la cónyuge atronan en nuestra mente desde el feliz regazo de las sabanas tibias abandonadas tan prontamente; en ese momento tan cercano a la histeria colectiva en el que se comprenden, aunque no se compartan, momentos tan desapacibles de la historia de la humanidad como el despellejamiento de los colonos a manos de los indios cheyenes, el incendio de Roma y la reducción de la cabeza de los prisiones europeos por los jíbaros, en ese preciso momento, nuestro esperado amigo atisba haciendo el giro de la rotonda con la parsimonia, la exactitud y el equilibrio que sólo atesoran los asesinos en serie, las señoras entradas en años de carné recién estrenado y, por supuesto, las almas felices como la de nuestro amigo. 

 Emprendimos, pues, la proyectada salida a Puente Palo con meta prevista en el vértice Pico del Tajo de los Machos  de nuestra Sierra Nevada, a cota 3085 con mil trescientos metros de ascensión y quince kilómetros de recorrido, desde donde se espera la recompensa de una panorámica inédita de nuestra tierra costera. 

La aproximación por la pista forestal que parte desde la población de Cañar y transita su robledal, justifica la espera del vehículo todoterreno y alimenta la sensación de incertidumbre sobre la pericia del piloto, del que ni las miradas de odio contenido ni los desabridos comentarios de quienes le acompañamos lograron borrar esa sonrisa ingenua que es la mayor encarnación de la felicidad indolente que jamás he conocido. 

He iniciamos la ascensión. Primero por la pista forestal que desde Prado Quinto remonta el Rio Chico, después por el cortafuegos que le da el relevo y finalmente, a través de senderos arañados por las monteses, hasta el vértice Alegas, a 2703 metros de altitud. Y ocurrió lo inesperado. Como en las descripciones de las maldiciones bíblicas, lo que había sido un día de sol insobornable se transformó en una cerrazón de nubes que escondían las veredas ya desdibujadas. Le siguió una frágil pero continua lluvia que pronto se transformó en granizo. El frío arreció sobre nuestros cuerpos engañados que se encaramaban hasta el Alegas más por inercia que por voluntad, donde paramos el instante preciso para la foto probatoria en la que se intuyen, entre la niebla y el granizo, cuatro rostros de ojos desencajados y uno de sonrisa impertérrita. Y, como no puede ser de otra forma, empeoró. Buscamos con desesperación en el fondo de las mochilas alguna prenda olvidada que permitiera hacer frente a la ventisca inclemente: Gorras verdes de publicidad exultante, guantes de lana, de plástico y de cuero; varias camisetas y camisas de colores descompasados, chubasqueros y cualquier cosa para construir la resistencia. Lo que hasta hacia un momento había sido una tropa minúscula de arrogantes senderistas, se convirtió por mor de  una tormenta de primavera en una desbandada de harapientos construidos de retazos. 

Mientras tanto, el senderista sonriente desmadejaba su mochila en la búsqueda compulsiva de sus guantes salvadores. Guantes que le habían acompañado a lo largo de su extensa vida desde que los encontró, en su incipiente madurez, haciendo el servicio militar en aviación. Guantes verdes de piloto, diseñados para los fríos de las alturas; guantes que habían protegido sus delicados dedos en mil y una ocasiones y que ahora debían prestar de nuevo su servicio. Y allí estaban. Entre gritos de jubilo se los ajustó, entre gracias mil veces dadas, feliz cabalgaba ladera abajo entre la nieve.

Pero al pronto la felicidad se turbó en silencio e inmediatamente en queja. Los guantes no abrigaban, sus manos ni en los bolsillos se calentaban, la sonrisa eterna hasta ese momento se mutaba en mueca. No encontraba explicación, ¿Qué ocurría? Una somera mirada de la tropa descubrió la evidencia que permanecía oculta solo a los ojos del afectado: agujeros como soles dejaban al descubierto las palmas de sus manos y la mayor parte de sus dedos. Lo que en su juventud fue una altiva prenda hoy sólo era un andrajo descolorido y despiezado. En ese instante nuestro amigo cobró consciencia del paso inclemente del tiempo. 

Y entre truenos que quebraban el silencio mineral de las cimas de Sierra Nevada y casi prendidos de la sombra de nuestro guía, emprendimos el regreso por parajes inéditos moldeados por una primavera regalada de nieve. Un regreso silencioso por la congoja de la tormenta y por el dolor compartido y sincero que una trágica noticia nos trajo en este día para el recuerdo. 

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