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VIAJE EN LA “ALSINA” POR EL PUERTO Y LA PLAYA DE EL CABLE por F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras

VIAJE EN LA “ALSINA” POR EL PUERTO Y LA PLAYA DE EL CABLE por F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras

El puerto de Motril olía a brea y redes al sol mientras la renqueante “Alsina” abandonaba la tupida sombra de las dos hileras de plátanos que flanqueaban la carretera hasta desembocar en la remansada plazuela de la farola, antesala de muelles, barcos y otros sueños. La “Alsina” giraba allí a la derecha; o, quizá, en dirección opuesta, hacia el Varadero, eso dependía del humor con el que hubiese amanecido el conductor de la tartana. También cabía que el armatoste no hiciese ni lo uno ni lo otro y que, dada su baladí capacidad de frenado, se precipitara directamente al mar.


Playa de Poniente Motril vista desde Sampaloc

La casa del Práctico del Puerto, cuya titularidad detentaba Nicolás Galiana, querido pariente de mi madre, se me antoja hoy el lugar privilegiado desde el que podrían haberse hecho apuestas acerca de hacia dónde, llegando al cruce, iba a tirar ese autobús pintado de rojo en su mayor parte y con trazos laterales de color amarillento, o puede que más bien crema -eso dependía de la fantasía del observador-, con letrero del mismo color que decía: T. Alsina Graells Sur, S.A.; así que fue bautizado por las gentes como la “Alsina”.

La irrupción del desvencijado artefacto no alteraba en modo alguno la vida de las gaviotas, pocas, que habitaban entre la mar y los humedales de la vega. Porque las gaviotas de estos pagos no son, ni mucho menos, como las del Norte; aquí no se oyen esos graznidos, ensordecedores y agresivos, que envuelven las pesadillas de casi todos los que vieron aquella película de Hichtcock: es más, por estas latitudes, aunque haya menos pescado, las gaviotas son de mejor conformar y casi no pían, o sea que comparten condición con los que circulamos de tejas para abajo en esta tierra nuestra.

Si seguimos viajando sobre los listones de madera atornillados al suelo de la “Alsina”, pronto llegaremos a la parada de las Tres Erres. Allí, en pleno barrio de Santa Adela, estaba el bar de Rosendo. No era un chiringuito (chiringuito, dícese de un quiosco o puesto de bebidas al aire libre) ni otras gaitas al sol, sino un ¡bar!; y ese bar, con sus hechuras de “chambao”, trazaba la delgada línea de separación entre la playa de El Cable y la de Poniente, que es como decir la frontera entre dos mundos.

La hilera de chabolas que había al oeste del Rosendo estaba habitada por niños esmirriados, con piel de sal y piececitos descalzos, cuyas madres tendían los trapos con sus delantales al viento; también deambulaban por allí algunos hombres que piaban menos que las gaviotas del puerto.

Casi todos los años, la oscura resaca de los temporales de invierno arrastraba mar adentro los sueños –quizá de trenecitos con vías y muñecas de trapo- de aquellos chiquillos sin juguetes. Cuando la mar, con sus lenguas de espuma y barro, arrasaba las chabolas,  Motril entero, apiñado junto a la radio, aseguraba el éxito de las cuestaciones que conducían las legendarias voces de nuestra emisora; siempre sucedía así durante los días, achubascados y conmovedores, que seguían al desastre,


Al este del bar de Rosendo, hacia las escolleras del puerto, grises y cúbicas, se extendía El Cable, una anchurosa playa de arena gruesa  y aguas cristalinas, como eran todas las de por aquí, y que -como muchas otras de nuestro país- quedó arruinada a finales de los sesenta por la contaminación industrial del insostenible desarrollo franquista.

El viaje en la “Alsina” continuaba ahora hacia el Sampaloc; el otrora denominado, un tanto pretenciosamente, balneario (eso sí, nadie le adjudicó la condición de chiringuito, denominación ésta que entonces, gracias a Dios, no se estilaba), estaba flanqueado por una fila de casetas hechas con paños de ínfimo conglomerado de madera que se pintaban con líneas verticales verdes, azules e incluso amarillas. Allí era donde los “señoricos”, además de ponerse en bañador, almacenaban la toldilla, los corchos de flotar y otros utensilios playeros. Al final de la temporada, las casetas se desmontaban y la playa retornaba a su primitiva y bella desnudez.

Antes del modernista y refinado Sampaloc, era en el bar playero (nunca chiringuito, ¡qué palabra tan horrorosa!) instalado por el Centro Cultural y Recreativo de Motril donde se refugiaban, sedientos de sombra, los granadinos de Seiscientos y Sanitex que nos invadían para las Vírgenes y el dieciocho de julio; en el azulado amanecer de ese día la playa aparecía sembrada de tiendas, mayormente de tela a franjas, sin que cupiera ni un alfiler en sus aledaños. Así que los granadinos rezagados se tendrían que quedar, supongo, por las cercanías de Vélez de Benaudalla comiendo pestiñicos (que eran baratos) y refrescándose en el Guadalfeo.


El bar playero de “el Centro” tenía el empaque que aportaba Paco El Gordo con su actitud supervisora, tan estricta como sedente; éste era, como bien tiene escrito Fernández Olvera, “el alma de todo lo que requiriese una barra de suministros”.

La playa de El Cable era limítrofe, por el Este, con el puerto y sus grúas; éstas procedían de la vizcaína patria de la metalurgia, donde también han anidado desde siempre las agresivas y chillonas gaviotas de Hichtcock.

También tendría origen norteño, digo yo, la herrumbrosa máquina de tren que consumía sus últimos días al cobijo de una antigua edificación, también ruinosa,  frente a lo que hoy es el Club Naútico; tengo por seguro que el corazón metálico del viejo ingenio volvía a latir cada noche, derrochando bocanadas de vapor y fuego, cuando los niños de las chabolas de poniente, en sus sueños, lo hacían cruzar a toda máquina, convertido en poderosa y refulgente locomotora, los fantásticos paisajes del país de Peter Pan que sólo los trenes transitan.

La “Alsina” también paraba cerca del Sampaloc; y antes de volver a detenerse en El Varadero, frente al legendario bar Padial, atravesaba la zona portuaria, por la que entonces se podía circular.

En esa parte del muelle de poniente había -y hay- ingentes montones de áridos y graneles, a la intemperie, que los vientos dominantes se encargan de esparcir sobre Motril y su vega. ¡Ven con tu barco, Greenpeace!, ¡Rainbow Warrior, asústalos ya!.

El conductor de la “Alsina” cerró su ventanilla, pero, claro, con eso no evitó que allí dentro siguiera oliendo a abono y a cemento que tiraba para atrás. Me entraron ganas de estornudar (y quizá de vomitar después). Y creí que no iba a poder eludir ninguna de ambas cosas, sobre todo cuando un pasajero, que había subido en Santa Adela vistiendo sus harapos, me dijo que ojalá dejáramos pronto atrás aquella mierda; tal expresión actuó en mí como una especie de revulsivo, de modo que, por lo pronto, no logré evitar el presentido estornudo, que se desencadenó, profundo y violento, a la altura de las obras del Club Naútico: !Jesús!, ¡Gracias! -le respondí al desconocido harapiento de Santa Adela-; en cuanto al vómito, su ineludible cercanía me hizo tomar, con toda premura, posiciones junto a la ventanilla, ¡vaya asco!.

Y en esas tribulaciones estaba cuando, sin darme cuenta de más, el cacharro rojo con irisaciones amarillas (o crema) y letras del mismo color exhaló su postrer supiro por el tubo de escape. Habíamos llegado a la Plaza del Tranvía.   

F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras
Profesor Titular Universidad Autónoma de Madrid- Área de Derecho Romano

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