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CALAHONDA por F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras

CALAHONDA por F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras

No sé, exactamente, cuándo te conocí; como tampoco me acuerdo cuándo ví, por primera vez, a mis padres, ni a mis hermanos. Y eso mismo me pasa contigo.

Vine a tí desde el califato motrileño, mi patria amoriscada, hecha de verdes y de azucenas; y, casi sin quererlo, me encontré contigo, princesa mora de mares y sueños.

Prendiste mi voluntad entre tus curvas morenas y educaste a mis hijos entre azules y crepúsculos. Tú me enseñaste amaneceres de oro. Contigo dormí bajo infinitas perlas blancas que se derramaban en la oscuridad de la noche. Mi dulce princesa. Mi sultana morena.


¡Cuántos corazones habrán querido acercarse al firmamento, infinito y profundo, de tu mirada!, ¡cuántos viajeros que se quedaron, para siempre, contigo!.

Y, a pesar de todo, me atrevo ahora a hablarte. Sólo porque quiero decirte lo que te quiero. Y por lo que te quiero.

El aliento cálido de una noche de julio ensortijaba tu pelo con bosquejos de cielo. El aire entre tú y yo. Y yo, que hubiera querido ser aire.

 “Bohemios”, ¿te acuerdas?.

La playa de “La Chucha” aun dormitaba entre cañizos de olvido cuando me asomé contigo a la terraza de flores abierta al espacio infinito de la mar y de nuestros pensamientos. La pista de baile estaba en una urbanización, eternamente inacabada, alumbrada por  Raskowski, un piloto polaco llegado hasta aquí desde el otro lado del telón de acero; más me acuerdo de su hija, la bella Kristina, y de sus inconmesurables ojos de azul eslavo.

Me enamoré de tí cuando el viento de levante mecía los rizos de tu pelo negro, hechos con jirones de noche.

Cuando las luces de la mañana comenzaban a derramar su lava de caramelo sobre la muralla rocosa de la cala, solía despuntar en el aire el inconfundible y familiar olor a aceite caliente que doraba la pasta, blanquecina y estriada, que Conchi, con los movimientos acompasados que imprimía a su tejeringo, dejaba caer sobre la sartén describiendo perfectos círculos, irremisiblemente destinados a encontrar su definitiva identidad en los suculentos churros que ella y Joaquín, su marido, vendían en un pequeño tenderete al aire libre; si los churros pudieran hacerse poesía, de lo que no debe caber duda alguna, el trance de pasar de las musas al teatro se haría realidad en aquel puestecillo humeante, instalado en el descampado que había junto a la carretera.

El cohete que, serpenteante, rasgaba el azul del mediodía nos enseñaba cotidianamente que, a partir de su explosión, repentina y brusca, había de darse por fenecida la hora del desayuno y  sustituída por los fastos de las sardinas y las cervezas. Bendita Pompeya de esta tierra sin volcanes; y sin tantos lupanares.

Bajo nuestra mar no moran las sirenas; tampoco hay pálidas Penélopes aguardando a inciertos Ulises. Lo que aquí verdaderamente se da son las princesas, esbeltas y moras,  que pasean tras el rompeolas con sus pies desnudos que apenas dejan tocar ni al mismo mar; a veces, cuando nadie las ve, se bañan en el agua transparente y después se acicalan con las perlas y turquesas que Neptuno les trae desde el fondo, seguramente porque lo tienen enamorado.

No hay lugar en el mundo donde mis hijos hubieran disfrutado más de su infancia, ni yo de mis amigos. Ellos descubrieron en este trozo de costa la inmensidad de la playa y la del mar; aquí les aguardaba el fascinante mundo de poder ir, ¡sólos! a jugar con los amigos, con las bicis, las chuches en los puestos de la calle, el cine de verano con los bocadillos, en fin, un país de ensueño para unos niños que el resto del año sufrían las restricciones que toda gran ciudad supone para la libertad de los niños. Y después, en la adolescencia y juventud, las pandillas, las noches de playa, el primer amor…Su patria siempre estará aquí, for ever.

En cuanto a mí, decía antes que aquí pude disfrutar, como nunca, de mis amigos. Nada hay que pueda ser más verdad. Nunca mi espíritu se enriqueció más que con aquellas tertulias distendidas en los aledaños de la mar o de la protectora sombra de la toldilla, al resguardo de la pérgola de buganvillas de una casa o bajo el cañizo, tupido y umbrío, del barecito de la playa con humeante olor a sardinas; ¡cuantas veces, Dios mío, cuántas, me he acordado, embobado ante la luz roja de cualquier semáforo en invierno, de los latiguillos, de los chistes cortos y chispeantes, de los códigos urdidos durante aquellos días de risas y vino! .

El contrapunto doloroso son los desgarros del alma. Currillo en una tarde trágica de agosto. Agustín. Chon. La muerte, por más que parezca anunciada y cierta, siempre llega inesperadamente. Afortunados ellos que descansan bajo el manto, dulce y azul, de nuestra Virgen del Carmen.

Don José, cura y párroco -que a algunos les sonará parecido a “virgen y mártir”-, creo que tuvo y sigue teniendo el don de la santidad; y más aún ahora que pastorea la grey del reino amoriscado cuyas costas se divisan al doblar el cabo de Sacratif. Él capitaneaba, con idéntico espíritu de santo arrojo, no sólo las sofocantes misas, repletas de veraneantes, de los sábados y domingos por la tarde de agosto, sino las procesiones de todo el año litúrgico de este mítico país; Don José podía con todas las procesiones habidas y por haber, confesiones, bautizos, bodas, unción de los enfermos…!y encima tuvo la santa paciencia de llamarle tan sólo “hijoputa” al perro que, al final de una jornada pastoral cualquiera, se cagó en la puerta de su iglesia!.

El momento culminante en la vida de las gentes que habitan al resguardo de los farallones de El Tajo es, sin duda, la procesión de San Joaquín y la Virgen del Carmen. Y ahí el bueno de Don José, al que no sé si la mar le hacía tan poca gracia como el “hijoputa” del perro que se le cagó en la puerta de su iglesia, tenía que pertrecharse de arrestos marineros para embarcarse entre los gritos de ánimo que, con dispar convencimiento, le dedicaba el numeroso público que se disponía a presenciar la aventura y avatares del marítimo cortejo.

Cada principio de agosto la noche caleña era rasgada por buriles de fuego. Estelas fulgurantes disparadas hacia el cielo como si quisieran hacerlo suyo apasionadamente, que se transformaban de pronto, como por un hechizo, en palmeras de dorados y centelleantes penachos  que  se iban haciendo cada vez más grandes y que después, agotado su brillo, parecía que terminarían estrellándose sobre la playa y engullendo en su caída a algún espectador desavisado; algún niño lloraba entonces, mientras el mayor de turno, impertérrito, seguía comiendo el bocata de “tortilla papas” a dos carrillos, con la viva expresión de la gula dibujada en su rostro -¡cállate, nene!- .

Mientras tanto, la Virgen del Carmen, precedida por “Don” Joaquín, atraviesa cadenciosamente la densa niebla de humo formada por la fila de bengalas refulgentes que, desde el “rebalaje”, derramaban sus cataratas blancas y a veces rojas en honor a la Señora de los Mares. Alrededor de la comitiva de barquitas flotaban, como si de nenúfares marinos se tratara, centelleantes candelas que oscilaban con las olas; como luminarias sobre la mar, señalaban el rumbo a los marineros de la Santa Patrona hasta la última gota de su savia rutilante. También los cantos marianos se iban desvaneciendo en la noche tras la procesión; pero que nadie tema: nuestro viento siempre se los llevará a la Virgen.  

No puedo dejar de referirme, por último, a la sabiduría marinera y pescadora de los más viejos de este pueblo. Una fama bien ganada a lo largo de muchas generaciones. Siempre he tenido gran estima, respeto y admiración a sus conocimientos; ellos forman una especie de sanedrín que, al atardecer, resguardado a sotavento, espera paciente a que arriben a la cala los pescadores y demás navegantes, casi siempre “amateurs”, para, a partir de ahí, condimentar con sus acertados comentarios la pesca de los unos o las torpes maniobras de amarre de los otros. Yo soy uno de esos  aficionados que, cuando desembarco con mi humilde pesca, trato de pasar lo más desapercibido posible para eludir el severo veredicto del “sanedrín”; aun así, el viento, acercó a mis oídos, en dos rachas traicioneras, estas crueles palabras: “ni”…”idea”; no necesité más…Pero no claudico: en mis sueños me veo desembarcando con un glorioso ejemplar ante el que hasta el entendido “sanedrín” no pueda contener una exclamación de admiración.

Calahonda, princesa de mares y sueños. Calahonda siempre. 

F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras
Profesor Titular Universidad Autónoma de Madrid- Área de Derecho Romano

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