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"Los poetas no mueren" (Una crónica de vida dedicada a Gaspar Esteva)

"Los poetas no mueren" (Una crónica de vida dedicada a Gaspar Esteva)

Los poetas no mueren, Gaspar, bien que lo sabes. Como tampoco muere la Poesía, que, al igual que el Arte y La Belleza, es atemporal y por ende inmortal, como son quienes la crean y la aman, que es tu caso.

Tus versos son y serán bellos y trascendentes; parecen brotar fácilmente e ir hacia arriba como  buganvillas multicolores. Pero también te sirven como instrumento de denuncia y crítica en favor de los más débiles y marginados; es el caso de “A la primavera roja” (que termina así:  “No tengas miedo/ rosa roja,/ que no tiemble/ tu primavera eterna/ de luces rojas,/ que por muy larga/ y profunda/ que se crea la noche,/ siempre será abatida/ por la luz roja/ de tu sonrisa roja”), o el de “La semana santa” (dedicada a los inmigrantes de las pateras y que, con un guiño a Antonio Machado, comienza diciendo: “¿Quién pondrá los clavos a Jesús/ el africano/, que mantuvo el madero firme/ sobre olas sin estrellas/ mientras se balanceaba la madrugada/ sobre sus atezadas sienes?”).

Buscaste lo Trascendente en lo Bello y lo expresaste con Belleza, tal como eres, tal como eras, en la Literatura y en la Vida, con tu familia y los tuyos, con tus amigos.

Para nada puede sorprender que utilizaras la herramienta de la Política, arte de lo posible -según dicen los más optimistas-, intentando acercar tus ideales socialistas al mundo de los hechos, a la realidad cotidiana de las injusticias y las desigualdades; con tanta firmeza como tolerancia, siempre con un poema, como este de las “Nanas del Niño sin papeles”, publicado con ocasión de las XI Jornadas Derechos Humanos e Inmigración (abril 2013) : “Niño sin papeles en el alma/ ni razones en el vientre/ espíritu alegre al vaivén/ de alboradas blancas/ y perfume a incienso/ en la sonrisa de escarcha”.

Tengo para mí que la razón es fiel escudera de la duda, del agnosticismo; y que, por eso mismo, no es buena amiga de las verdades inconcusas ni de los dogmas, incluidos los religiosos. Quizá por eso escribiste esta “Plegaria del no creyente”: “Implacable sol que podas/ con la espada de tus rayos/ la garganta de las sombras/ de las pesadillas nocturnas,/disipa la oscuridad que se apodera/ de la tierra noble,/ enrojece las virtudes de los hombres/ y mujeres sabios/ para que siembren de esperanzas/ los corazones ávidos”. No sé si existirá alguna ignota dimensión, dentro o fuera del universo, de éste o de otro (¿qué más da?), donde los poetas dejen de ser coleccionistas de sueños, como tú, y encuentren sus ideales hechos realidad, hasta los más utópicos, hasta los más imposibles…Un sitio, recóndito como la fantasía y fascinante como tus versos, donde la paz sea tan infinita como ensimismada y cercana tu contemplación de lo Verdadero, espejo de tu yo perseguido; sin hambre ni miseria, sin injusticia ni desigualdades, sin guerras ni sequías, sin la guadaña de la muerte segando las gargantas de niños inocentes. Ojalá te encuentres y nos encontráramos todos allí donde las virtudes de los hombres han logrado enraizar en los corazones y sembrar de esperanza campos yermos. No sería justo que La Belleza, como el Amor o la Felicidad, formando parte del proyecto vivencial e intelectual connatural a nuestra propia naturaleza, puedan terminar, sin embargo, en lo que sería la gran y despiadada burla cósmica de que no hay modelos acabados ni perfectos, de que nuestras percepciones son sólo eso, creaciones viciadas por las carencias de nuestra mente defectuosa, no siendo aquéllas, por tanto, ni siquiera un burdo reflejo de esos otros e inexistentes ideales incontaminados e insuperables y de que, en definitiva, todas nuestras más altas aspiraciones no encierran trascendencia alguna y están destinadas a no remontar nunca el vuelo y a desembocar, al final de su recorrido, ante una esperpéntica Venus mutilada.

No fue ajeno a tu mirada desenfadada y tierna un pequeño perro, “Lupo”, que tuvo uno de tus hijos y que describes como “De coraza peluda negra,/ rizos apretados lanudos,/ sonrisa prehistórica,/ andares decididos/ fuertes” (“Para Lupo, el cachorro de mi hijo)”; esta alusión canina quizá te evocara, como a mí, alguna tibia tarde en la Plaza de las Palmeras, con olor a chicle de fresa y a pipas tostadas, reinante el griterio de los niños bajo el trino de los pájaros, en la que, formando una pequeña tropa con amiguillos y algunos de nuestros hermanos, íbamos a azuzar a los imponentes perrazos (sobre todo a “Sultán” y a “Boby”) que moraban allende la calle Lotería, con la intención de que salieran corriendo detrás de nosotros -y la consiguiente descarga de adrenalina, sustancia de la que entonces, claro, ni siquiera habíamos oído hablar-. El tal “Boby” prestaba sus servicios de guardián, celoso hasta el fanatismo, en la residencia que entonces tenían por allí los RR. PP. Agustinos, aunque como tenía un nombre tan laico y anglosajón nadie habría podido sospechar su pertenencia a tales amos. Cuando el grave e insistente ladrido de “Sultán”, apenas salido de la casa de Villalobos, se añadía a los gritos de los niños y a los trinos de los pájaros, ya corríamos en tropel por la calle Lotería, como si fuera la de La Estafeta, en dirección al refugio del portal de tu casa, encaramándonos, en caso de aprieto, por las rejas de cualquier ventana que encontráramos al paso. Nunca llegaré a saber, por suerte, si el perro, desquiciado, quería matarnos a dentelladas o, simplemente, jugar con nosotros.

He aprendido de tu poesía que también te escapabas con tus hermanillos, en época de zafra, por los caminos de melaza y azucenas de nuestra vega: "(…)Descubro en la mirada perdida/ mis pasos desnudos y los de mis hermanos/ desde la cagailla/ hasta la esplaná,/ por caminos y veredas marrones,/ despejado el paisaje/ recién cortadas las cañas,/ entre la que corríamos meses atrás/ perseguidos por guardas/ custodios del almíbar sagrado/ mientras disparaban balas de sal..."(del poema "El Alma de mi ciudad").

En “Primavera” aludes a pétalos  y a la tapia de un jardín (“ Ya es florecimiento en mi ventana,/ en la tapia del jardín gorjea la brisa de colores/ y una escarcha suave se filtra por los pétalos/ de la piel de mis párpados/, se disipa el invierno entre mis dedos”) y puede que la bella imagen se corresponda con aquel muro, alto y blanqueado, alineado con la fachada rojiza de tu casa, que se prolongaba hasta los confines de la Plaza de las Palmeras; lo coronaban unas florecillas celestes, puede que fueran glicinias, cuyos tallos trepadores las elevaban desde dentro hasta lo más alto para luego dejarlas caer hacia la calle, arracimadas y lánguidas, justo hasta la altura a que alcanzábamos los niños para arrancar sus pétalos celestes con los que después nos entreteníamos en elaborar una rudimentaria “agua de colonia”. Las glicinias florecían desde una casa abandonada y ruinosa, que llamábamos de “las titas”, a la que se podía acceder desde la tuya, como a menudo hacíamos, adentrándonos con cierto canguelo en aquella decadente mansión y en su muy asilvestrado jardín, donde cazábamos gatos. 

No podías disimular tu predilección por Torrenueva ni por el mar que lentamente besa su playa, y así lo demostraste en innumerables ocasiones (como en “De vuelta al mar. Torrenueva (invierno)”: “Un viento helado surfea sobre tus hombros,/ alientos grises parpadean en la distancia/ como guiños seniles,/ y una gaviota planea solitaria/ aviadora impenitente colgada/ en contra del viento/ como nuestras esperanzas”; o en “La tarde amanece sobre Torrenueva”: “Termina el día sin desespero/ ni agonía de rutinas urbanas,/ los destellos dorados se ocultan/ detrás de un ejército de nubes fantasma/ mientras se balancea la marea/ hasta la orilla de mis anhelos”). Pero  la “Canción del sordo y el mar” agrega a lo anterior el ser una oda esperanzadora y reconfortante, que escribiste desde tu sordera con coraje y pasión, sobre la superación de las propias limitaciones físicas: “Las imágenes se sucedían/ como oro adormecido (do)/ la playa oreada por huellas/ a ninguna parte, (re)/ olas blancas sin ruido se acercaban (mi)/ atizaban la arena (fa)/ replegaba la espuma almidonada (sol)/ y vuelta a empezar (la)”, donde cada nota musical, al ir escalando un agudo cada vez más alto, me parece que subraya, inspiradamente y con cierta ironía burlona, que poco a poco, pero inexorablemente, la creatividad que hay en el hombre se impondrá a cualquier barrera.

 El amor ocupa un importante lugar en tu poesía, como creo que también en tu vida; podría ponerte muchos ejemplos de lo que te digo, empezando por éste,  “Lucía mi amor moreno”, como tú lo titulas, y que también tiene que ver, cómo no, con aguas de mar y arenas de playa: “La escarcha transparente/ de tus ojos negros/ me transporta a paisajes/ de acantilados interminables/ con tortuosas corrientes/ de aguas azules y bravas (…).Tus abrazos de esfinge/ partida/ son columpios inacabados/ dibujados sobre la arena/ húmeda de playas/ de espuma blanca (…). Tus escasas caricias/ revolotean/ sobre cielos marrones/ dejando un perfume/ a jazmín/ y el recuerdo de versos rotos”. Son versos de sentimientos profundos e inacabados, que viven en el recuerdo pendiendo de un pasado perfecto como las lánguidas glicinias, bellas y azules, que la primavera dejaba caer desde la tapia blanca de la Plaza de las Palmeras. El contrapunto del amor en presente emerge con la rotundidad de la pasión en “A mi amor, deseo…”: “Navegar sin más rumbo/ que la tierra de tu cuerpo,/ arribar en tu boca/ mi único puerto/ y echar anclas en tus deseos”; y también, de forma más atemperada, en “Tus ojos”, iniciada por unos versos atravesados de emoción e inquietud ante la tristeza que ves en su mirada:  “¿Qué buscan tus ojos avellana/ envueltos de tristeza,/ ciegos mensajeros/ de melancolías de cera?”.

Gaspar, querido amigo, los poetas no mueren. Sólo duermen.

F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras
Profesor Titular Universidad Autónoma de Madrid- Área de Derecho Romano

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