La ruta senderista del río Guadalfeo por Fernando Alcalde
Foto: Miguel Bustos Rodríguez
No le daba yo a esta aventura más vida que la de aquel café alquitranado, cuyo olor inundaba la conversación que Antonio, casi místico, mantenía de forma vehemente. Era una tarde de Navidad, en la plaza de las Palmeras, tras algunos intentos fallidos de vernos y, debo confesarlo, sin más expectativas que las de charlar desocupadamente con aquella persona cuyas propuestas me traían ciertos ecos nostálgicos.
A medida que la cucharilla agitaba ordenadamente aquel café, escuchaba con cierta precaución sus propuestas: andar el río, encontrarse con otros, soñar las cumbres....No puse muchas esperanzas en su éxito. Era una de esas conversaciones bienintencionadas que el tiempo, las demasiadas ocupaciones y la naturaleza de los humanos acaban por frustrar mucho antes de que nazcan. Sorbí el último resto de aquel café y me llevé, como conclusión, ese sabor melado del azúcar y los posos, recuerdo de una de tantas aventuras de cafetería en una tarde plácida de invierno.
Por todo ello me sorprendió la insistencia de Antonio. Había contactado con otras personas y asociaciones, de lo mas dispar, y nos había convocado para tratar juntos el proyecto. Una mueca inintencionada de escepticismo y de burlona desesperanza cruzó, repentinamente, mi cara. No obstante, la llamada me comprometía a acudir; era lo menos que podía hacer por alguien dispuesto a soñar, aún, en Motril.
La reunión y sus secuelas podrían haber sido anticipadas. Compromisos que nunca se cumplieron, abandonos silenciosos y, finalmente, una multitud organizativa reducida a dos: Antonio y yo. Así me encontré en este proyecto. Posiblemente, en la dermis, se ocultaba el deseo de estar en él y fue esa necesaria situación de soledad la que disparó su afloramiento; pero también debo decir que nunca puse como cierto su éxito y, menos aún, que yo fuese participe de él.
Y así nos vimos una mañana de primavera en la playa de la Cagadilla, allí donde el río pierde su identidad para hacerse plural. Gentes poco o nada conocidas de diferentes lugares de la Cuenca del Guadalfeo, que comenzamos a remontarla limitados por un río que, aunque pobre, jugaba a hacernos calzar y descalzar mil veces, lastrados por un sol definitivamente andaluz. Descubrimos paisajes desconocidos por los que habíamos transitado miles de veces y quedamos felices de descubrir una belleza cotidiana, solo accesible desde la perspectiva de quienes pisan el paisaje. El río, entre la desembocadura y Rules aparece triste, reducido a nada en su propia cárcel de cemento, desangrado por los azudes, apestado por los vertidos, pero, como cualquier artista apaleado, creando universos diminutos de belleza a cada resguardo de la mirada de los hombres. Tapa y refrigerio en Vélez de Benaudalla a la salud de su alcaldesa y su teniente de Alcalde.
La segunda etapa comenzó allí donde la trampa monstruosa de la presa de Rules ahoga el río, cuando ya divisaba el mar por entre los cantiles de los Vados. Esta obra, tan trágica como innecesaria, nos obligó a remontar su margen izándonos por los anóxicos cortacielos de las faldas claveteadas de romero y almendros de la Sierra de Lújar, para luego abismarnos en el lecho amplio y atormentado del Guadalfeo. Aquí, antes de que sus aguas se apelotonen contra el cemento, el río muestra su cara más fatua: grande, enérgico, bravucón, sin que los desechos de Orgiva hagan mella notable en él, sin que las sanguinas para regar sus márgenes mermen su ímpetu. Fue una etapa que no todos finalizamos con igual saldo aerobio, pero en la que todos coincidimos en agradecer las palabras finales de Cris y Eduardo, y especialmente, el baño y la comida en el cortijo de los Laureles de Elisabez, en Tíjola.
Y desde sus cercanías comenzó la tercera de las marchas, paralelas a un rio caudaloso e intratable que nos obligó a usar el ardid de cruzarlo por un puente de fama inmerecida que doblega uno de sus tributarios, cerca de la Junta de los Ríos. La cerrada del Duque, cerca del Granadino, regalaba, a estas horas de la mañana, un paisaje inesperado, de una brutalidad geológica casi primigenia que se enfrentaba al desierto llameante de las laderas que le dan cobijo. Nos encaramamos, agónicos, por una cuesta incesante que parecía haber sido tallada por el mismo sol, furioso y reverberante, que sitiaba, a medida que avanzaba la mañana, el espejismo húmedo que nos había precedido. A su culminación, casi amotinados, el valle de la Taha dio la réplica a este imperio de la chicharra y la lipotimia, que rebajó, sustancialmente, la dignidad de los caminantes. Tras la comida, José Manuel, con la luminosidad y rotundidad de quienes han adquirido un compromiso vital con su tierra, nos desveló algunos de los secretos de los paisajes alpujarreños, patrimonio histórico y cultural de las gentes sin pedestal. Llegamos a Busquistar con el desengaño de la promesa de unos buñuelos con chocolate de la que nadie en la villa parecía tener conocimiento.
La penúltima nos llevó de Busquistar a Trevélez. Dudamos el itinerario, pero finalmente acertamos. La frugalidad que parecía emanar de su recorrido motivó un paso parsimonioso que se transformó en casi reptación para algunos. El río aparecía oculto, precipitado por valles furtivos y profundos. Sin embargo su presencia se hacía incesantemente presente en los ecos de un rumor, agigantado por una geografía imposible, casi homérica, que el vaivén del viento nos traía a cada silencio de la marcha. Llegamos con bastante adelanto a Trevélez, donde el alcalde nos recibió con una hospitalidad recelosa, que, a la postre, se convirtió en una cercana campechanía. Compramos jamones y bebimos agua azufrada en Pitres, en un retorno para el olvido en el que dos barítonos con aspiraciones casi penales, se sirvieron de la presencia de nuestro amigo italiano para destrozar las baladas mas brillantes de las historia reciente de su país.
Y la última tuvo lugar en el día revolucionario del primero de termidor, con una tropa diezmada por los virus estomacales que alcanzó la laguna del Juntillas a las 17 horas, hora zulú, con un estado de discernimiento mermado por la altitud, la pendiente y el esfuerzo, agravado por los consejos infortunados de una aparición con forma femenina que nos recomendó el peor de los caminos. Coronamos el puerto del Alhorí y nuestras botas, mas cuerdas que la carga humana que soportaban, nos condujeron, con vida propia, hasta el refugio de Postero Alto, donde Antonio, almirante logístico de esta gesta de insensatos e insensatas, nos esperaba con la carga necesaria para pasar la noche. Una noche de un cielo agujereado de estrellas, de una plácida calma atemperada por la brisa huidiza del llano y los vapores de lesa humanidad, aderezada con una conversación imposible sobre ovnis, meteoritos y fenómenos paranormales diversos que tres caballistas ebrios hasta decir basta, mantuvieron bajo el mismo cielo, aunque al otro lado de la ventana.
Y así concluyó una gesta de urbanitas, que han elevado a categoría de epopeya lo que no es mas que cotidiano en los naturales. Si alguna vez en Motril, en Lobres o Salobreña, en VB u Orgiva, en Granada, Padul o Dúrcal, se encuentra a alguien entorpeciendo la acera, con la mirada perdida en las cumbres de Sierra Nevada y una sonrisa despreocupada, socarrona, displicente, sepa que esta ante uno de los supervivientes de la Gran Aventura del Guadalfeo, una gesta irrepetible de gentes de bolígrafo y tarjeta de crédito, que llevaron una charla romántica de una tarde de invierno hasta allí donde nace el agua, el lugar en el que la tierra pare el río entre borreguiles y ventisqueros, a un palmo de los luceros, donde el Señor dijo a la Virgen que había perdido el mechero.
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