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DESCUBIERTA EN LAS ANGOSTURAS por Fernando Alcalde

DESCUBIERTA EN LAS ANGOSTURAS por Fernando Alcalde

Llegamos a Albondón un instante antes que el propio día, perseguidos por las primeras luces sepias que conseguían superar las alomadas cumbres de la Contraviesa. Nos recibió un pueblo al que le faltaban aún horas para desperezarse y al que no parecía interesarle el cambiante espectáculo de sombras y resplandores que el lento amanecer  del domingo representaba sobre el escenario de sus fachadas.

Albondón se encontraba en ese estado, desaparecido ya en nuestra ciudad, que se sitúa a horcajadas entre la desolación y el sosiego, en esa paz encalada, custodiada por lejanos ladridos  y ensalzada por el canto atronador del verdecillo. Nadie fue testigo de nuestra llegada.

Dejamos el vehículo en la plaza de la iglesia e iniciamos un recorrido errático entre los mil vericuetos zurcidos por las callejuelas guiados por la retirada apresurada de las sombras, que huían del amanecer correteando pueblo arriba, fluyendo por los empedrados  hasta conducirnos al punto donde la calle y la vereda se confunden.

Allí encontramos al único testigo de nuestra intrusión: un lugareño que trenzaba esparto mientras un cigarro funámbuleaba en el abismo de sus labios. No pareció interesarle nuestra presencia, cruzando un saludo mediado de cortesía e indiferencia rural. A nuestra salida, el sol campeaba sobre Albondón.

E iniciamos la descubierta, pues este era el motivo de nuestra salida matutina escudriñar los caminos y veredas que el grueso de los senderistas recorrerá en breve conducidos por nosotros, sus avezados guías. Este reconocimiento es imprescindible para evitar, en lo posible, el escarnio y regodeo al que solemos ser sometidos cuando se produce el equivoco o  error en la selección de la correcta dirección de la marcha, y que perdura asombrosamente en el recuerdo y en la transmisión oral entre generaciones de andarines, en un ejercicio impúdico propio de la más pura bellaquería y con el que se divierten hasta el hartazgo los más de ellos. 

Y nos encontramos con un día que fue un regalo, pues quien conoce esta tierra de la Contraviesa sabe que muestra su esplendor contados días, aquellos en los que elude al sol y al viento,  en los que engalana su piel rojiza con una explosión limpia de blancos y carmines ofrecida por los almendros en flor. Desde Albondón recorrimos así los apenas cuatro kilómetros de pistas y veredas que traban las innumerables cortijadas que beneficiaban hasta no hace mucho este rico secano, hasta alcanzar el abismo de las Angosturas.

Aquí la geografía se hace imposible, construida sobre cauces abisales custodiados por murallas de piedra fundidas con el aire; armada de bloques y saltos titánicos que protegen los escasos puntos de agua sobre los que gira la vida en esta orografía implacable. Nos entretuvimos bicheando entre algunos de los incontables restos de viviendas asidas de sus laderas y acantilados, donde una cosmografía de nombres y recuerdos nos sollozan un pasado que, aunque reciente, parece proceder de un tiempo olvidado, anterior a nuestra civilización del mando a distancia y la corporación dermoestética, donde la vida se labraba a golpe de yunta y sudor: Los Rubios, Los Mateos, Los Malos, EL Zocato, La Fraguilla, Los Ruices, Los Puñaleros... 

Emprendimos la vuelta ascendiendo por una vereda esculpida en la roca que da la espalda a este paisaje sobrecogedor, casi místico de las Angosturas. Una última mirada para soñar con quienes algún día habitaron esta tierra extrema, los que criaron a sus hijos por encima de la adversidad y la penuria y los que, finalmente, murieron o abandonaron esta topografía feroz. 

Cinco horas después volvemos al punto de partida. El anciano sigue en su puesto de anea acompañado, esta vez, de un colega que nos recibe con la misma gélida cordialidad con la que nos despidió su vecino. Alguien  canta voz en grito sin que ningún rayo lo fulmine y el reloj de la plaza nos saluda con dos campanadas. Las callejas han sido ocupadas por un menudeo de olores a especias y carnes contestadas estrepitosamente desde nuestros estómagos, que nos recuerdan la segunda parte de nuestra misión: concertar puchero de cardos para veinte, migas y macedonia de grasas diversas, vinos de la tierra y la sorpresa que se tercie, todo ello para el próximo domingo, al que está invitado el lector. No se puede pedir más a una mañana de domingo.

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