"Larga vida al absurdo"
Jesús Cascón Murillo.- Me quedo con dos reflexiones aparecidas en las redes sociales, en ese aluvión de comentarios surgido tras la noticia de la abdicación de Juan Carlos en favor de su hijo Felipe. Uno es de mi socio estimado, Luis Alonso, que reza: "Y yo preferiría un referéndum sobre la separación de poderes. Estoy hasta los güitos de que los políticos influyan sobre los jueces, que se fulmine el tribunal de derechos humanos porque China ha decidido que no se puede juzgar a sus corruptos y mafiosos, que los miembros del Supremo y del Constitucional los designen a dedo los poderosos.
Creo que ese es el debate. No importa el régimen en el que vivamos, sino el nivel de manipulación al que nos someten. Si PODEMOS arreglar eso, ya puede reinar Felipe, Letizia, Azaña o Castelar que todo nos irá mejor".
El otro comentario es simplemente jocoso, pero da una idea de la guasa del personal en este tipo de situaciones: "a mis nietos les contaré que vi a dos Reyes, a ocho papas, a cincos presidentes de gobierno ... y a un solo presentador de Saber y Ganar. Jordi Hurtado es eterno". Bromas aparte, los 39 años de reinado de Juan Carlos I (curioso, los mismos que Franco en el poder) han sido intensos, plenos, cargados de recuerdos y memorias, de actividades por y para los españoles y, en los últimos años, de actividades por y para la Casa Real. Cacerías, Corinas y escándalos de corrupción de miembros de la familia Borbón son ejemplos de una Corona salpicada por lo que casi nadie pensaba, que la institución estaba al margen de los males de la sociedad actual y que su conducta, al completo, era sin tacha. Y nada más lejos de la realidad, aunque sería justo y honorable creer que a Juan Carlos hay que recordarle por sus logros pasados y no por sus errores recientes.
En la balanza de su actuación como servidor público hay, de sobra, más acciones positivas que negativas.
El Rey de España ha sido un personaje excepcionalmente tratado por la prensa, distanciado más de los tabloides que del pueblo, con el que mantuvo un trato cordial, campechano, distendido y cuasi cercano en buena parte de su reinado.
La jefatura del Estado ha sabido poner en práctica el principio constitucional de que el Rey reina pero no gobierna, base fundamental de una monarquía parlamentaria: el monarca es la cabeza visible de la nación, pero los representantes legítimamente elegidos en las urnas son los gobernantes. Esta aparente contradicción, sobre la que se basan todas las monarquías parlamentarias actuales (Reino Unido, Bélgica, Dinamarca, Suecia...) ha funcionado bien hasta que el pueblo ha pedido transparencia, y esta tardó en llegar. Llegó, sí, pero tarde y mal.
Esa labor corresponderá ahora a Felipe VI, la de abanderar un relevo generacional que se encargue de poner las cosas en su sitio, contarle a los españoles puntualmente qué dinero se emplea para el mantenimiento de la Casa del Rey, cuál es su presupuesto, el destino del mismo, las actividades que desempeña y la labor que realiza para el pueblo español.
En este momento de estupor y sorpresa, que no convulso (diferenciemos, no hace falta ir al arsenal a coger las armas), parece inevitable que levanten la cabeza los que piden una reforma urgente para que los españoles decidan en las urnas si quieren elegir a Felipe como Jefe del Estado o a un plebeyo. Es decir, que para algunos ha llegado el momento de escoger entre monarquía o república. Y es el momento de hablar claro: la izquierda patria arde en deseos de fulminar un proceso de reinado por herencia y que corresponde sólo a unos pocos, que se pasan la corona de cabeza en cabeza por linaje y descendencia.
Quieren a un Jefe del Estado procedente del pueblo, sin más, porque consideran que los reinados son una caduca y trasnochada reminiscencia del medievo, donde el señor feudal era adorado con pleitesía absoluta y donde sus bienes y posesiones pasaban de padres a hijos mientras el populacho araba la tierra y pagaba los impuestos a cambio de protección. Es una opinión tan respetable como cualquier otra.
Como la contraria, la que propugna que un sistema parlamentario debe tener una cabeza visible, representante de una estirpe de jefes de Estado histórica, legitimada precisamente por esa historia que ha significado que España pueda vivir en libertad bajo un régimen democrático en el que, el primero de los españoles, trabaja por igual para todos ellos, independientemente del signo de su voto. Nadie vota al Rey, por tanto el Rey no se decanta por nadie, sino por todos. Tan loable es un pensamiento como el otro.
Lo que no es de recibo es que surja ese debate ahora amparándose en los resultados de las europeas, el nacimiento de partidos que amenazan seriamente al bipartidismo y demás convulsiones propias de un estado de cosas al que España se somete precisamente por la absurda manía de los políticos de perpetuarse en el poder, repartirse el pastel y agarrarse a sus escaños con pegamento industrial. Ese es el drama de esta sociedad y no el de si el jefe de nuestro país debería ser rojo y gualda o rojo y lila.
Cuando nuestra clase política esté formada por servidores del pueblo en lugar de servidores de si mismos o sus partidos, cualquier discusión sobre el modelo de gobierno será un debate cálido, transparente y unificador. Mientras tanto, todo olerá a un tufo repelente, un engaño general que intentará hacer creer a los ilusos que la república eliminará corruptos y mangantes. Miren la Italia de Berlusconi o la Francia de Sarkozy, por no hablar de la Rusia de Putin. Son repúblicas y ya tienen lo suyo. No es cuestión de bandera, es cuestión de decencia.
Eso es lo que necesita España: un Jefe del Estado decente, leal, trabajador y honesto. Como lo ha sido Juan Carlos de Borbón. Al menos, en un setenta por ciento por ciento. Más o menos.
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