"Pecados sin confesión" por Jesús María Cascón Murillo
Siempre que se produce un hecho grave, que escandaliza a la opinión pública, nos apresuramos a buscar culpables debajo de las piedras. Creo que va con la condición humana. Cabría preguntarse, antes de señalar al responsable de los posibles abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia Católica, porqué se producen estos hechos y, sobre todo, dónde. He ahí el quid de la cuestión, desde mi punto de vista: el ángulo que explica más y mejor el origen y la continuidad de estos actos deleznables y anti naturales.
Verán: la Iglesia, a pesar de ser España un país aconfesional, se ha beneficiado y se sigue beneficiando de los acuerdos del Concordato de Roma y sus derivados (las modificaciones posteriores, de 1953 y la última, de 1979). Estas relaciones rubricadas entre el Estado y la Santa Sede otorgan a la Iglesia Católica un poder económico, cuanto menos, desmesurado con el resto de confesiones religiosas. E iría más lejos: gozan de una serie de beneficios y prebendas que para sí las quisieran cualquier empresa, por muy pequeña o grande que esta sea.
Por ello, son miles los lugares de "culto" que posee la Iglesia en territorio nacional y que, en su momento, se destinaron para diversos fines: casas de oración, de meditación, retiro espiritual, conventos de seminaristas y alojamiento para congregaciones. Hasta ahí, todo medianamente comprensible.
Pero la influencia eclesiástica en la población, sobre todo la del entorno rural, sí que es desmesurada. Tanto es así que han recibido ingentes cantidades de bienes muebles e inmuebles procedentes de donaciones, testamentos y como albaceas testamentarios. Así, algunas ramificaciones de la Iglesia se han dedicado a convertir estas propiedades, a veces, en puro negocio inmobiliario, y otras, como es el caso que nos ocupa, en falsos lugares de formación para seglares donde, en realidad, y según lo investigado, se producían captaciones de menores a los que se les inculcaba la idea del amor libre, los tocamientos entre hombres como parte del entendimiento del hombre y, finalmente, los abusos directos, con coacciones y con el miedo como arma contundente.
Hablo con propiedad cuando digo que debe ser tremendamente doloroso para una persona denunciar, décadas más tarde, estos abusos, y remitir tal denuncia directamente al Papa de Roma. Una decisión que entraña una responsabilidad, y que debe tener como fin máximo evitar esta sangría de aberraciones que, al parecer, se producen en el seno de una "secta" radical que campa por sus respetos en Granada.
Un grupo de aprovechados que han dedicado muchos años a tejer una poderosa, oscura e intencionada red cuyas ramificaciones salen incluso de la capital. Es una organización con el ánimo casi exclusivo de satisfacer sus deseos, los más perversos y los más ruines, aparte del evidente lucro con la adquisición de propiedades a precio de saldo, unas, con un simple papel, otras, e incluso varias de ellas procedentes de un albacea. Como verán, este "espectáculo", cuanto menos, parece dantesco.
Y mientras tanto, durante todos estos años, el Arzobispado de Granada ha permanecido, creemos, ajeno a estas maniobras y estos actos delictivos. Pero ello entraña en sí mismo una responsabilidad, por omisión o desconocimiento ya que la Iglesia, como cualquier otra empresa, tiene sus mecanismos de control, sus métodos para que todo funcione correctamente y este caso, extendido en el tiempo, tuvo que conocerse de una manera u otra.
Como quiera que el Arzobispo Francisco Javier Martínez, visto lo visto, ha declarado total desconocimiento de estos presuntos abusos, debo señalarlo como responsable por ignorancia. Del mismo modo tiene culpa en su modo de proceder, que cuanto menos es extraño. Ha movido la sotana cuando el Papa Francisco se lo ha ordenado e, incluso, tras esa orden, ha vacilado demasiado tiempo. Ya sabemos que uno de los implicados fue apartado de sus funciones lectivas justo hace unas horas, por lo que no se entiende que, conociendo los hechos, se actúe con tremenda tibieza.
Y advierto una cosa: si somos aconfesionales para unas cosas, lo somos para otras; no me valen los golpes de pecho, ni el dolor de corazón, ni siquiera postrarse tendido en el suelo ante el altar mayor de la Catedral. Son representaciones para pedir perdón, pero no son actos que promuevan claridad en los hechos.
El Arzobispo no va a dimitir, no se confundan, pero seguramente será relevado de su puesto y los órganos de control del Arzobispado, examinados con lupa. Aquí hay muchos culpables, pero muchas más víctimas. Se merecen que se sepa la verdad y que se actúe con contundencia. Además, como dicta la experiencia, siempre que surge una denuncia por abusos, muchos más se atreven a denunciar. Es la espita que hace saltar el gas por lo que, atentos, habrá más casos denunciados y puede que más detenidos.
Y al Papa de Roma, un recado: en la Iglesia granadina huele a rancio. Toca cambio de turno.
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