"Nunca es tarde" por José López Lengo
José López Lengo, de Motril (Granada) evoca en este testimonio su primer encuentro con el Opus Dei, y relata como fue se fue acercando a esta realidad de la Iglesia al cabo de los años gracias a la amable tenacidad de un buen amigo.
OPUS DEI.- JOSE LOPEZ LENGO.-Corrían los años cincuenta. Yo estudiaba entonces tercero de Derecho en Granada, y vivía sumido en la aura mediocritas del ir aprobando y procurar amores, cuando se organizó una liga universitaria de fútbol. Yo jugaba con los de mi curso y un sábado concertamos un partido con algunos residentes y amigos del Colegio Mayor Albaycín, una residencia del Opus Dei que había impulsado san Josemaría en aquella capital del Sur varios años antes.
Como la escuadra deportiva de los residentes y amigos del Albaycín era deficitaria en jugadores, mi equipo les hizo un préstamo: el alicantino Peña, un “tercero” y el que suscribe. El partido se mantuvo igualado hasta mediada la segunda parte, en que me tocó sacar un córner. Lo lancé bombeado, y Peña, dando un gran cabezazo logró que el balón alcanzara la red. Fue el gol de la victoria, 1-0.
Pero la alegría duró poco: al lunes siguiente, mis compañeros de curso, indignados con por la eficacia deportiva de los tres desertores del equipo, nos impidieron entrar en clase de Administrativo; lo que a mí me supuso repetir en septiembre, por acumulación de faltas a clase
Recuerdo que los residentes del colegio Mayor nos invitaron a merendar en la Residencia y que hicimos una Visita al Santísimo. Y poco más recuerdo, salvo la afabilidad de los residentes, el buen orden de las estancias, y la lectura de El valor divino de lo humano que me prestó uno de ellos.
Años después, veraneando en Torre Nueva, un pueblo de Granada, un amigo de mi hijo, ahora numerario, le dio a leer Camino. Pero fui yo quien lo leyó, no él. Aquellas páginas me hicieron reflexionar y junto con la Imitación de Cristo lo incluí entre mis lecturas habituales. Las consideraba buenas herramientas para mejorar en las lides netamente humanas, sin reparar en la proyección espiritual: el fragor de lo cotidiano me atenazaba.
Transcurrió el tiempo, y cuando vivía en Madrid y estaba ya a punto de jubilarme, orillando los sesenta años, un amigo mío, paisano de Motril, mi pueblo, supernumerario del Opus Dei, me requería frecuentemente para pasear al salir del despacho. Siempre, como de pasada me proponía que hiciéramos una al Santísimo en alguna de las iglesias que encontrábamos al azar…
Pienso ahora que había poco de azar en aquellos encuentros. Un día me invitó a ver una película sobre las enseñanzas cristianas de san Josemaría en un centro del Opus Dei. Y así fue pasando el tiempo: seguimos hablando de Dios y un día me propuso ser cooperador.
Pero él no se desanimaba, y un día fue más allá y me propuso hacer un curso de retiro espiritual: naturalmente me negué en redondo.
Yo pensaba que con eso se había acabado la presente historia, pero mi amigo volvió a invitarme. Esta vez acepté, como excepción. Fuimos a Molinoviejo, una casa de retiros que hay cerca de Segovia. El sacerdote era don José Miralles. Aquellos días fueron decisivos y me removieron espiritualmente. Confesé, comulgué y desde entonces considero a mi pertinaz amigo un fiel aliado de mi Ángel de mi Guarda.
Mi amigo de casi cien años
Actualmente visito todas las semanas a un amigo mío que cumplirá el 23 de marzo próximo, si Dios quiere, los cien años de edad. Jugamos a las cartas y hablamos de lo divino y de lo humano, entre cinquillo y cinquillo. Rezo para que Dios le ilumine y yo sepa ser también un buen aliado de su Ángel de la Guarda, como lo fueron conmigo, para acercarlo a Cristo, que siempre se hace con nosotros el encontradizo.
Y aquí estoy, al final del periplo, viendo venir los ochenta años, con el cuerpo ajado y menguante, pero con el fervor del enamorado, y la ilusión del joven, diciendo cada nuevo día: ¡aquí me tienes Señor!
Acepté; me gustaba cooperar con tantas iniciativas nobles; pero presentía en el horizonte de mi alma la posibilidad de una entrega a Dios y aquello me asustaba: en aquellos momentos no estaba dispuesto a dar más. Por eso, a partir de entonces rehuía a aquel buen amigo: no atendía sus llamadas y eludía los encuentros.
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