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HOMENAJE A CARLOS CANO: UNA VIVENCIA PERSONAL por Ángel Ortega Fernández

 

Sólo tres ocasiones cerca de Carlos Cano (Fernández de segundo apellido, como yo), pero suficientes para percibir la emoción de compartir unos pequeños instantes en la trayectoria vital de uno de los granadinos más universales del siglo XX. 

La primera y la última en Granada, escenificado en un corto trayecto, el que va de la plaza de Las Pasiegas hasta la plaza del Carmen, pero con más de veinte años de separación. La segunda en su añorado Cádiz, donde pude oírle ‘La murga de los currelantes’ y las ‘Habaneras de Cádiz’ como telonero de un acto político de campaña electoral del Partido Andalucista. 

Junto a la catedral granadina, a finales de los setenta, junto a Las Pasiegas, estaba Carlos Cano rodando un reportaje para televisión. Estudiaba yo en la universidad de Granada, ansioso de conocimientos y de libertad, con los mismos deseos de transformar nuestra tierra que el genial artista; claro que él ya había grabado ‘A duras penas’ y todos tarareábamos ‘La Verdiblanca’. Había salido a la calle ‘La murga de los currelantes’, que formaba parte de ‘A la luz de los cantares’. 

Era el tiempo en que muchos participábamos en la lucha por las libertades, mientras Carlos se comprometía, desde la música, con la utopía de despertar a los andaluces del sueño de los justos. La búsqueda de su ‘Ideal andaluz’, cual reflejo de Blas Infante, le llevó a profundizar en las raíces culturales y los ritmos andaluces, forjando una canción y un lenguaje propios, que llegaron a convertirse en fiel retrato de la transición española a la democracia. Sus coplas pasaron a ser un símbolo inequívoco de nuestra tierra y bandera reivindicativa de nuestras aspiraciones, más allá del folclore y el anecdotario. 


Eran los años de la transición. Las calles de Granada, como en otros territorios andaluces e incluso catalanes, fueron testigos, el 4 de diciembre de 1977, de la unión de nacionalistas y no nacionalistas, de la simbiosis y unión de todo un pueblo que despertaba, reivindicando libertad y autonomía, con la bandera y la música de Blas Infante y de Carlos Cano al unísono. Muchos descubrimos en su música y sus letras (algunas del afilado Antonio Burgos) esa Andalucía mágica e ignota, reivindicativa y alegre, solidaria y épica, lírica y negra, pero siempre divertida y esperanzadora. 

Carlos Cano había reinventado la copla y la canción popular andaluza, introduciendo un mensaje de compromiso social en sus letras. Fue un artista y un intelectual comprometido con su tiempo, solidario con los necesitados, sin guiños amables y complacientes con el poder establecido, como sucede con ciertos colectivos, musicales e intelectuales, de ahora. Ello le granjeó que desde el staff socialista (liderado por Felipe González) fuese vetado, por lo que fue desterrado de la televisión oficial durante años. Pero se ganó el cariño y el respeto de los andaluces. 

Era un poeta del pueblo. Un cantante comprometido con las causas justas, como lo demostró apoyando de forma recurrente la causa de la población saharaui. 


Carlos Cano supo dar voz a décadas de miseria y silencio en Andalucía, y con su voz desgarrada devolvía un halo de esperanza a un pueblo marginado que había sido capaz de romper sus miedos y luchar por un futuro de ilusión. Se podía luchar por otra España, a la vez que se luchaba por otra Andalucía. El creía en la utopía, la de los que reclamábamos en las calles la democracia y la ruptura, como antes la lucha contra la dictadura, la de quienes exigían o exigíamos la autonomía porque serviría para levantar “de una puñetera vez” a la marginada Andalucía. 

Vivió el tiempo suficiente para constatar lo poco que había quedado de aquel esfuerzo de un pueblo en la calle, con los andaluces perennemente en el furgón de cola de España. Eso sí, regidos por los nuevos ‘señoritos’ que dilapidan nuestro capital en cortijos y palacios de rancio abolengo, utilizan fondos de reptiles para perpetuarse en el poder, refuerzan su papel clientelar con falsos EREs, o reparten dinero a manos llenas a sindicatos amigos, sin fiscalizar su uso, para mantener la paz social en Andalucía. 

Años después, decaído y decepcionado del rumbo autonómico, hastiado de disputas internas en el andalucismo, afirmaba en una de sus últimas entrevistas que “la política ha desaparecido como ética de comportamiento personal y colectivo. Una política que da gentes tan mediocres, tan mezquinas, no vale la pena”. Sin militancia política, se sentía y se definía como de izquierdas y nacionalista. Defensor de los valores, afirmaba que “la utopía ha desaparecido como elemento de búsqueda, y eso trae infelicidad”. 

Quien se acerca a las personalidades de Carlos Cano y Blas Infante, encontrará paralelismos y situaciones coincidentes, desencantos y momentos de esperanza. 

Tuve la suerte de coincidir con Carlos Cano en la presentación de los candidatos andalucistas a las elecciones generales y autonómicas de marzo de 2000, en Cádiz. Me senté justo detrás de María de los Ángeles Infante, la hija de D. Blas, quien estuvo siempre atenta a la música de su admirado cantautor. Fue uno de los últimos actos públicos en los que intervino. En Cádiz, como sucediera a Infante en julio de 1936. Un recuerdo imborrable. 

Pero la parca le acechaba ese año. Nueva recaída con el corazón, una segunda mala pasada, de nuevo en su querida Granada. Hubo de ser intervenido quirúrgicamente y cuando había pasado las mayores complicaciones médicas, la muerte súbita le sorprendió cuando le iban a trasladar a planta. Le estalló el corazón. 

El dolor y el luto se trasladaron rápidamente por Granada desde aquella madrugada del 19 de diciembre del 2000, hoy hace 13 años. El velatorio, en el Ayuntamiento, fue multitudinario. Ese trágico tercer acto fue especialmente doloroso y emotivo. Familiares y amigos, escritores y políticos, artistas e incondicionales, haciendo cola para rendir un último homenaje a un ser excepcional. Junto al féretro, pude oír las palabras de ánimo de sus seres más queridos y cercanos. Transidos de dolor ante la tragedia de quien sólo contaba 53 años, no había consuelo para ellos, sólo resignación. 

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De pie, escuchando a Carlos Herrera, Jesús Quintero y otros amigos del artista, comprendí de sus bocas lo irreparable de su pérdida. Estaban compungidos, sentían que se habían quedado huérfanos de la voz más independiente y libre de Andalucía. 

La respuesta popular fue multitudinaria. Todos fuimos conscientes de que con su adiós nos dejaba huérfanos, con un hueco que será muy difícil de suplir. Hoy, trece años después, afortunadamente su música sigue viva. Y Carlos Cano sigue en los corazones de muchos andaluces que luchan, o luchamos, por nuestra tierra. Desde el cariño que le profesamos, sentimos que sigue con nosotros.

Hilar palabras que desbordan contenido es un talento innato. Cuando uno nace, como Carlos Cano Fernández, tocado por la gracia creativa ya puede el destino tratar de meterle en vereda que al final se imponen los genes clarividentes y arrasan con su fuerza. 

Por eso, de poco sirvió que este cantautor nacido en Granada el 28 de enero de 1946 se viera obligado a emigrar y trabajar en un hotel en Suiza, fabricando farolillos para féretros y en la imprenta del periodico ‘Der Spiegel’ en Alemania o como marinero en el puerto de Rotterdam. La música le atacó siempre virulentamente, sobre todo desde que probó su sabor en París de la mano de Lluich y Morente. En Barcelona, con 24 años, compuso su primera canción ‘Miseria’ mientras 


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