CANTARRIJÁN por F. Javier Álvarez de Cienfuegos Coiduras
A veces, la Naturaleza se viste de Carolina Herrera. O de Dior, qué más da. La playa de Catarriján está en el “top ten”. No tiene ecos de danza caliente brotada de la floresta salvaje, como la Ipanema de la samba, ni es bosquejo de mestizajes como las del Caribe; y está lejos, muy lejos, del inmenso litoral de Malibú, epicentro de la California cineasta y de las películas de Hollywood, pero se halla mucho más cerca de las estrellas, de las otras, de las de verdad, esas que surgen capitaneadas por el lucero del alba, Venus, diosa del amor, a cuyas órdenes flechan los diosecillos de Cupido.
Cantarriján parece nacida para cumplir el destino de ser confín entre aguas y tierras limítrofes, el finis terrae de dos provincias con modos distintos de interpretar el mundo y de ver las cosas. Porque está entre La Herradura y Maro, justo donde las lomas fronterizas de Cerro Gordo separan ideas y realidades, paisaje y paisanaje, de Granada y Málaga.
Allí hay de todo. Me explico. Algunos dicen que es una playa nudista, término que algunos fuerzan hasta hacerlo sinónimo de naturista (naturista, doctrina que preconiza el empleo de los agentes naturales para la conservación de la salud y el tratamiento de las enfermedades) cuando son términos que poco tienen que ver; sea como fuere, la batalla que se dirime al sol, sobre los chinorros de la playa, es si, en incierta lid, las carnes al aire terminarán prevaleciendo, o no, sobre “los textiles” en sus diferentes categorías.
No hay apartheid, a pesar de que una inmensa mole rocosa que hunde su afilado rostro en el mar parecería haber sido puesta para separar a unos y otros, es decir, a los nudistas de los demás mortales; sin embargo, el caso es que, a un lado y otro del accidente geográfico, no sólo coexisten, sino que incluso parecen convivir tan opuestas tendencias. Pienso, incluso, que la interacción, pacífica y permanente, entre los que van vestidos y los que no, podría hacer pensar en que la sociedad sin clases no es una utopía marxista; lo que no está tan claro es si en ese paraíso soñado irían todos desnudos o con bañador.
La afición por la práctica del topless no pasa de ser, ante la anterior y crucial distinción entre “textiles” y nudistas, una anécdota sin importancia; de modo que las eclécticas que sólo omiten la prenda “de arriba” nadan, ambivalentes como las sirenas, en aguas de los dos bandos.
No es de extrañar, por tanto, que en los puestecillos de la playa te vendan abalorios o te masajeen mujeres que sólo llevan puesta la prenda de abajo, pero que pueden calzar bañador de cuerpo entero, aunque también pueden atender al cliente como su madre las trajo al mundo, esto ultimo con el inconveniente, puramente comercial por lo demás, de que nunca lleven cambio encima. Pero aun en un ambiente tan cálido y abierto a la diversidad como éste, nada hay comparable a que uno mismo, urbanita que saluda al solsticio de invierno con chaqueta de Emidio Tucci y corbata de lunares, pueda experimentar el gozo de meterse en estas aguas turquesa y nudistas sin indumentaria alguna.
No digo que Cantarriján carezca de contradicciones, lo que ocurre es que están muy camufladas, tanto como las pequeñas construcciones que hay en ella. Porque allí, a diferencia de los atributos humanos (que algunos, sin razón, llaman vergüenzas) que campan por sus arenas, puede enseñarse todo salvo lo que proceda de la obra del hombre; es un lugar donde el ladrillo es anatema, las estructuras fijas se consideran invento del diablo y todo ha de ser etéreo y volátil, tan mudable como la piuma al vento y tan evanescente como un perfume de mujer. Así que creo que La Barraca, el restaurante donde tan bien almorzamos mientras una brisilla se colaba entre los entresijos umbrosos de pérgolas de brezo y enredaderas salvajes, debe estar ahí por exclusiva decisión de los duendes de Cerro Gordo; porque no hay duda de que el sitio tiene “duende”.
Cantarriján es, pues, una playa fronteriza en todos los sentidos, abierta, tolerante y recoleta, nazarí como ella misma. Desde la geografía, las lomas de Cantarriján, agrestes y moteadas de pinos, donde habitan algunos duendes, limitan el litoral granadino, emboscado y durmiente, con el malaqueño, industrioso y jaranero; desde las sensaciones, es un enclave brujo, envolvente, seductor.
Está entre La Herradura y Maro, ya ha quedado dicho. Pero Cantarriján es tan granadina como la Alhambra.
F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras
Profesor Titular Universidad Autónoma de Madrid
Área de Derecho Romano
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