"Doña Manolita" F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras
El Dorado. Destino mítico, deseo soñado, anhelo de generaciones de conquistadores aguerridos que, desde siempre, partieron hacia las Américas persiguiendo las fulgurantes recompensas que su vientre atesoraba.
La fiebre del oro sufrida por los cientos, miles, de buscadores de pepitas de oro en California y Alaska, que tantas películas evocan.
La avaricia humana. El tesoro por desenterrar. El golpe de suerte. La suerte, la esquiva suerte, que pocas veces habita junto a los pobres y siempre complace a los ricos.
La historia de la humanidad está hecha de largas hileras de caminantes en busca de tierras prometidas y templos de cartón; también de los que huyen hacia ningún sitio, tras quimeras de humo y viento.
Riadas de irlandeses y de gallegos se fueron en pos del sueño de la Américas, unos hacia la parte de arriba y otros hacia la de abajo; como hicieran, en los años sesenta, legiones de trabajadores que abandonaron “las Españas” para convertir en realidad el llamado milagro alemán. Parecida ilusión a la que ahora impulsa a los subsaharianos a encaramarse verjas de espino clavadas en los confines, siempre olvidados, de la Europa del bienestar. Se trataba -y se trata- de prosperar o, simplemente, de no sucumbir.
Y es que la humana condición se ha mostrado particularmente, desde que puebla la tierra -eso creo-, en el culto a fetiches varios entre los que encuentra lugar preeminente el de la riqueza, que es poder; y ese deseo atávico toma cuerpo y se evidencia en muchas circunstancias y momentos.
A eso voy.
Ha ocurrido, como el que dice, hoy mismo, para más señas en la calle de El Carmen, en pleno centro del Madrid de las compras, los “guiris” y los fenecidos trileros.
La caravana de la suerte que se estiraba calle abajo desde las puertas de Doña Manolita, la afamada lotera, parecía no tener fin. Una larga fila de devotos del albur dejaba atrás las cúpulas de la iglesia de Nuestra Señora de El Carmen para entrar en los aledaños del templo de la suerte regido por Doña Manolita. Mientras, los mendigos que dormitaban en la pequeña escalinata del templo miraban de reojo, con cansado escepticismo, a la comitiva del azar.
Lo que aparentaba ser un evento religioso, o una manifestación multitudinaria más de las que hoy han asolado Madrid (malditos niños gritones, blandiendo banderitas de no sé qué, que me han amargado el viaje en bus hasta Callao), dibujaba una serpentina humana cuya interminable estela imaginé que podía llegar hasta la Puerta del Sol, o hasta Cádiz, ¡quién sabe!, aunque esto útimo ya no me entretuve en averiguarlo.
Peregrinación, esa me parece la palabra. Pero también verbena; o feria. Porque desde los más recónditos rincones de esta España nuestra (como cantara Cecilia) se afanaban peregrinos de toda procedencia por alcanzar los umbrales de Doña Manolita.
En la larga perorata humana había, por supuesto, viajeros exóticos arribados desde países remotos; estos extranjeros, sin embargo, frente a los oriundos de las provincias hispanas, no alcanzaban a adivinar el sentido de su permanencia en la cola, sobre todo los japoneses e, incluso en mayor medida, los chinos. Pero si había que hacer cola –una más, pensarían-, se hacía. Como con las corridas de toros, si había que ir, se iba. Así había sido organizado por la agencia de viajes; y punto.
Al asomar el tibio solecillo de la hora del ángelus, marcada por el repique cercano y asincrónico de los campanarios concentrados por la zona, los peregrinos de Doña Manolita ya eran multitud; sin saber, por supuesto, si, a la hora del cierre de la Administración de lotería, habrían alcanzado alguno de los huecos de la pared de cristal acorazado que hay dentro. Total, ¿no hemos venido a Madrid a por lotería de Doña Manolita?, pues si hoy no llegamos, mañana nos levantamos más temprano para coger mejor sitio.
Mientras, al son del repique a cuartos, los pordioseros de la pequeña escalinata de El Carmen, abandonando su cobijo de cartones y somnolencias, extienden sus manos con la pretensión de una contraprestación mucho más segura, aunque menos remunerativa, que la que confían recibir todos y cada uno de los peregrinos que, calle arriba, les dan la espalda, indiferentes, en pos de Doña Manolita.
Porque para estos indigentes no hay nada más productivo que las monedas que les sueltan los feligreses, ni piensan éstos que exista mejor dádiva para conseguir la salvación de sus almas. Y aquí sí que no hay loterías ni otras bagatelas; los jubilados de posibles, para contento de pordioseros y elementos afines, van confiados en que, poco a poco, escalinatas de El Carmen arriba, escalinatas de El Carmen abajo, están adquiriendo su apartamentito en El Cielo en cómodos plazos. Eso es apostar y no la lotería.
La brutal y desproporcionada longitud de la cola, que se sabe dónde comienza, pero no dónde acaba (en la Puerta del Sol, o quizás en Cádiz), contrasta con la placentera comodidad de la multitud de puestecillos, mayoritariamente regentados por calés, que ofrecen los décimos de Doña Manolita con sólo dos euros de recargo. Comisión que algunos dan besada, sobre todo por el inútil estropicio de tiempo que implica ponerse en la cola; por no hablar de las miradas, tan insolentes, que dedican a los de la hilera los mendigos desparramados al sol de la tarde por la escalinata de El Carmen.
Comprendo que, para algunos, no sea lo mismo comprar el décimo a las gitanas que hacerlo en las ventanillas del sancta sanctorum “manolitano”, lo sé. Imagino que puede ser algo parecido al peregrino que llega a la catedral de Santiago y quiere y exige que, después de las penalidades del recorrido, le sellen la tarjeta y le den su concha ¡qué diantres!. Pero ¿merece la pena?, ¿perder por dos euros una “tajá” tan importante de tu “finde”’?, ¿quedarte sin el Prado o sin el “tour” del Bernabéu? No sé, no sé.
El bus me alejó del centro de la capital al empezar los fieles a salir de la misa de una de El Carmen, justo cuando los pobres apostados en sus escalinatas se aprestaban a cobrar la particular “pedrea” demandada por sus
manos abiertas. Dí dos golpecitos sobre el bolsillo interior de mi chaqueta, precisamente donde estaba el décimo de Doña Manolita que viajaba conmigo y que había comprado en uno de los tenderetes calés, con su recargo, claro está.
No sé si me tocará o no, lo más seguro es que no, aunque ¿y los que apostaron por El Dorado?, ¿no perdieron más?.
Doña Manolita, golpe de suerte, tesoro por desenterrar, avaricia humana.
Pero ¿y si toca?.
F. Javier Alvarez de Cienfuegos Coiduras
Profesor Titular Universidad Autónoma de Madrid
Área de Derecho Romano
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