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Historia de Motril

La vista se pasea entonces por el tiempo y asiste impasible a las metamorfosis de un paisaje que desmiente la memoria. Podríamos identificar los lugares, reemplazar alguna casa solariega por otra más moderna, construirle edificaciones a terrenos antes de cultivo; podríamos, por lo tanto, poner en funcionamiento el dispositivo de la memoria, haciendo un poco igual a lo que nos sucede con esos álbumes de fotos familiares, donde algunas de las personas que aparecen en antiguas fotos nos son desconocidas pero a quienes siempre les buscamos rasgos físicos que nos lleven a encontrar parentescos.

            Allí, en aquella casa ya desaparecida tuvimos nuestros juegos infantiles, allá en aquella calle hoy tan distinta experimentamos la amistad, en aquel callejón oscuro sentimos el miedo y aquel camino que conducía a la vega es hoy calle asfaltada.

Los jóvenes de mayo del 68 escribieron en los muros de la facultad de Arquitectura de la Universidad de Paris que los arquitectos eran los urbanistas de la segregación social. Ciudades como el Motril que recordamos con un tejido de convivencia poco intrincado, dejan de tenerlo cuando se convierten en monstruos diseñados en compartimientos estancos: una clase no se comunica con la otra, se autoprotege y crea sus propias fronteras. Se diseña así esa forma de segregación social que convierte a las ciudades de hoy en identidades separadas e intercomunicadas. Para las nuevas generaciones la placeta del barrio es un aparcamiento de coches, el antiguo campo de fútbol una urbanización, la casa del amigo un bloque de pisos. La vieja relación personal se convierte en una relación virtual. La calle no es ya el lugar de encuentro y juegos, es apenas un transito hacia el hogar.

             A medida que las ciudades crecen aíslan al hombre y lo condenan a seguir viendo por los resquicios de su memoria a la ciudad que vivieron, que ya no viven, sino que habitualmente padecen. No extraña que las enfermedades del alma, sean por lo general enfermedades urbanas. No extraña tampoco que sea en el laboratorio de las actuales ciudades donde el hombre empieza a perder gran parte de su inocencia.

Si seguimos hojeando mentalmente ese abultado álbum de fotografías motrileñas del pasado almacenado en nuestra memoria, cada una de las imágenes rememoradas se convierten en ejercicio de la evocación, ya que cuando desparecen los referentes de la topografía urbana almacenada en nuestro cerebro, debemos imaginar lo que fue. Y lo que fue choca y contrasta con lo que hoy es.

            Los años de mi infancia en Motril tienen algunas fotos fijas e incanjeables: la calle de las Cañas, la calle de las Monjas, la Esparraguera, la placeta Casado, las ramblas del Manjón y Cenador, la placeta de Falange, plaza de la Victoria por el Colegio de los Frailes o el paseo de Las Explanadas.

            Un Motril en el que la noche empezaba mucho más pronto que hoy. Y precisamente en la noche de la memoria surge el recuerdo vago del abuelo que, socarrón como los viejos motrileños, hablaba de una ciudad en cuyos portales amarraban las bestias. Ya no amarran las bestias frente a las puertas de las casas y el abuelo venia de esa Arcadia, de ese Motril del siglo XIX y se sorprendía ante la evidencia del nuevo tejido urbano. Para aquel hombre, la ciudad no era ya lo que había sido, era la ciudad de sus hijos que un día dejaría de ser de ellos porque empezaba a ser nuestra. Y ahora, la ciudad ya no es, 40 años después, lo que era para quien esto escribe. Todo progreso es indudablemente una expropiación.

Mi tío leía en la puerta de la antigua casa familiar de la calle de las Cañas el viejo Faro de los años 60, pero ese periódico ya no existe, duerme amarillento en las hemerotecas, ni nadie se sienta ya a la puerta de ninguna de las casas de la calle donde vivíamos. Mis tías proponían ir a San Antonio, pero el transito hasta allí de ahora ya no es apacible sino tortuoso por el denso trafico. El tío abuelo contaba sus hazañas en la guerra de Marruecos, pero ya hace mucho que murió y la casa donde vivía ya no es una casa sino un edificio de apartamentos. La nueva imagen de la ciudad modifica la estampa de la memoria.

Las brisas de los atardeceres veraniegos soplaban en un paseo de las Explanadas libre de grandes edificios y podían llevarnos a las Angustias o a San Nicolás casi en un recorrido a campo a través, pero esa topografía ya no figura en el nuevo trazado urbanístico.

No solo se vive a la búsqueda del tiempo perdido como en el gran libro de Marcel Proust, también se vive a la búsqueda de la ciudad sepultada entre los materiales de derribo del progreso. Ha desaparecido la ciudad de nuestra infancia y juventud. Es preciso, es necesario reconstruirla para que tenga sentido parte de nuestra existencia.

Y en una nueva ceremonia del lenguaje y de la memoria nos decimos: allí estaba el lugar desaparecido y sin embargo evocado, porque lo que se evoca con el lugar es alguna experiencia vivida. Decimos cada vez con más frecuencia que en esta calle estuvo la casa de la Inquisición, en esta otra los Hospitalicos, en esta plaza el Motril Cinema y allí la ermita de San Sebastián a la salida de Motril.

La historia de toda ciudad es una historia de superposiciones. Si fuera no así, todas las ciudades serian radicalmente antiguas o radicalmente modernas.

Y de verdad que no hay ceremonia más cruel que la de reconstruir la fisonomía de las ciudades que fueron haciéndose diferentes en su crecimiento. En esa crueldad siempre habita una protesta, acaso romántica, acaso nostálgica: nos resistirnos a que las cosas cambien. Pero indudablemente cambian, pese al empecinamiento de nuestra memoria afectiva. Lo terrible no es que cambien sino que los cambios significan muchas veces las expulsión del hombre y si no del hombre si de la escala humana. Motril de los años 60 y 70. La plaza de las Palmeras y sus puestos de melones y sandias, la plaza de la Aurora y su fuente, la Casita de Papel, el Rin Bar, el Costa Nevada, el Centro Cultural Recreativo…. Topografía reconocible aun un poco hoy y no obstante tan distinta. Ni siquiera los viejos burdeles están donde estuvieron y algunos de los familiares, amigos y conocidos cometieron la injusticia de morirse sin advertirnos a tiempo. Con ellos se fue algún fragmento de nuestra ciudad.

La crítica al urbanismo es demasiado fría, nada nos dice del alma ciudadana, solo la literatura en todas sus formas, nos seguirá hablando de ese alma que habitó en ese Motril desaparecido, que como toda ciudad tuvo esa remota Arcadia inicial trazada a escala humana. Y no es que todo el tiempo pasado haya sido mejor pero si que resulta que el pasado es el tiempo de la memoria y el hombre es ante todo un animal de memoria.

 La literatura pasa a ser entonces el registro mayor de la historia de las ciudades. ¿Como era el Motril de principios de siglo XX? ¿Cómo el de mediados de los años 60? Hay que leer a los autores locales, buscando en ellos la ciudad que la historia y los historiadores pueden haber cartografiado insuficientemente con sus jerarquías políticas, sociales y económicas. Ciudades revisitadas por la memoria literaria, esas son las que permanecen.

¿Donde, en que libros está el Motril de mi infancia y adolescencia? En las obras de Paco Pérez, los relatos de Joaquín Pérez Prados, la poesía de Jesús Cabezas y Paco Ayudarte. Motril con ese concepto que siempre tiene de ciudad nueva apenas registra una memoria urbana de tres o cuatro décadas. Hacia atrás es ya Arcadia.

Muchos podríamos lamentar que nuestro Motril haya cambiando tanto en tan escasos años. Lamento sin duda de nostálgicos: nunca la ciudad volverá a ser la que ha sido en nuestra memoria de la infancia. En todo crecimiento urbano hay siempre un disparate, en toda metamorfosis un crimen horrendo. Pero las ciudades se acomodan siempre al espíritu de cada época. Podríamos incluso lamentar que la usura decida más que la voluntad armónica, que la especulación determine su crecimiento, lamentar incluso que la soledad se pueda cernir sobre estas nuevas ciudades. Pero en fin, todo lamento, cuando se mira hacia atrás en el tiempo, es una expresión de la nostalgia de un Motril invisible, de un Motril desaparecido. 

Texto y Fotos de Manuel Domínguez para Motril@Digital