CON VIRGILIO EN EL SOFÁ. DÍA 61: ¡QUE VIENEN LOS RUSOS! por Miguel Ávila Cabezas
He estado buscando el día 61 por todos los rincones de la casa y no ha habido forma humana posible de dar con él. Tras mi último (y espero que no sea definitivo) encuentro con Virgilio, no doy pie con bola: leo y leo sin parar todo lo que cae y no cae en mis manos, en contadas ocasiones atiendo con evidente desgana a la crónica de sucesos del telediario de la 5 e incluso hasta permanezco fiel al televisor esperando que los cazasubastas consigan ese tesoro escondido que todos anhelamos descubrir sin necesidad de desplazarnos a, por ejemplo, los olvidados trasteros de Detroit (en Michigan, Estados Unidos).
De “Saber y ganar” prefiero no aventurar nada, pues todo es más de lo mismo en el fondo del agujero negro de este aquietado mes de agosto, habida cuenta del infinito cansancio que me domina tras el café como el Dios de la glucosa manda y el único cigarrillo que, stricto lato, me fumo al cabo del día. Y, añado, el tiempo pasa y pasa sin detenerse un punto empujándome irremediablemente hacia ese extraño momento en que todo se consuma y la nada habrá de ser la memoria que quedará de nuestro paso por este, cómo decirlo, estupefacto planeta. Lo que digo: estoy que no doy una y, para más inri, mi sacrosanta siesta ya no se extiende más allá de, no exagero, unos ripiosos tres cuartos de hora por causa de la típica incontinencia prostática. Al caer la tarde, indistintamente me fijo en Cora y en Jaro, en Jaro y en Cora, ambos en actitud de espera, y percibo en sus respectivas miradas que ya es demasiado tarde y que no hay otra cosa que hacer que no sea la de pasar una y otra vez la fregona en donde Cora va dejando su impronta canina o decidirme a preparar la ensalada de todas las cenas. Jaro calla y observa con resignada apatía.
Son ya las nueve y media de la noche y algo me dice que en lo más profundo de mi ser se está operando un cambio, una especie de deriva hacia un estado distinto al que tenía cuando Virgilio y yo departíamos tan… animadamente sobre lo humano y lo divino en el sofá de terciopelo rojo, ajado y triste hoy por su implacable ausencia. “¡Escribe sobre el Titanic!”, me dicen unos. “¡Esto se hunde!”, añaden. “¡Ya sabes: la lucha de clases!”, rematan con la esperanza perdida en el horizonte inconcreto del levante ceutí. “¿El Titanic sin Virgilio?”, me pregunto, tan retóricamente, yo. ¿Qué Titanic entonces?: ¿una vez más el de los ERE de Andalucía; el de Ucrania, ya repicando y replicante ante nuestras propias, si superlativas, narices; el de Israel y los cerca de sus dos mil muertos en Gaza, para variar; el de los mil y un fundamentalismos que en este mundo cobarde y asesino son; el del Ébola (imparable el virus hasta donde y cuando interese); el de las palizas a los inmigrantes (ilegales, por supuesto) en la parte supuestamente marroquí de nuestras fronteras; el del toro de la Vega; el del otro, el enamorado de la luna; el del Mas por menos y España lesionada en su raquis cervical superior; el de…? ¿De qué Titanic habláis, servidores del bien común, buena gente donde las haya? Si, parafraseando al poeta, “yo ya no soy yo / ni mi casta es ya mi casta”, ¿qué puedo esperar a estas alturas del inminente final de las vacaciones? ¿Que Santa Primitiva y Santa Bono Loto me auxilien en la consternación y el quebranto? ¿Que la Virgen del Perpetuo Socorro se alíe con el Gordo y ambos me echen un capote, aunque sea en mi próxima reencarnación? ¿Como gato? ¿Como ornitorrinco? ¿Como director general de una multinacional porno? ¿Como cantante quizás? ¡Ay Dios, Dios! ¡Cuánto despropósito y cuánta incertidumbre! Y encima los rusos nos han invadido el cortijo con su pachorra indoeuropea, sus enormes gorras de plato y sus cabezas redondas para llevarse del Lid’l todo lo que otros no han arramblado camino del más allá. Revellín arriba y Revellín abajo, los rusos. Ya digo: no somos nadie y menos en Jutlandia. ¡Jesús, qué cruz de Virgilio! ¿Quién es quién en esta prisión del sueño?
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